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domingo, 14 de febrero de 2021

Murió Carlos Menem, el presidente que marcó a fuego la década del '90

Pragmático, sorprendió al abordar fuertes reformas económicas, pero su época quedó envuelta en la corrupción. La década del riojano en el poder.

Fue el presidente con mayor poder de la democracia recuperada. Y de antes también. 

Por lo pronto, estuvo al frente del gobierno durante diez años, cinco meses y dos días. 

Esa década lleva su nombre, es la década menemista, la que dio vuelta la política en la Argentina, la que habilitó la aplicación de una política diametralmente opuesta a la que se hubiera esperado de un mandatario peronista.

El menemismo no fue sólo la década de gobierno de Carlos Menem, quien murió este domingo a los 90 años, sino los años en los que gran parte de la sociedad aceptó, toleró y celebró las andanzas de su Presidente, que se había puesto al frente de un país derruido por el segundo gran golpe de mercado de su historia (el primero fue en 1975), que derivó en una hiperinflación superior al tres mil por ciento, acunó los saqueos que luego fueron moda y tendencia, forzó la renuncia de Raúl Alfonsín y lo puso en la proa de aquel barco escorado hacia el abismo.

No hubiera existido el menemismo sin el apoyo de la sociedad que lo votó ganador en tres ocasiones, deslumbrada primero por el optimismo del candidato que prometía un salariazo, una revolución productiva y juraba no defraudar a sus votantes; una sociedad ilusionada luego por una estabilidad económica que dejó afectó, a la postre, a su tejido social y económico; una sociedad que cambió incluso sus conductas, sus humores, sus costumbres, en algunos casos hasta sus principios, al amparo de la esperanza inclaudicable que lanzaba el Presidente de la década.

Menem fue un gran vendedor de ilusiones

Apostó a la renovación peronista que proclamaba la democratización del PJ, fue a internas, derrotó en 1989 al líder de aquella renovación, Antonio Cafiero, y regresó a las prácticas peronistas. más conocidas y de mayor rédito. 

En su dramático discurso de inauguración, el 9 de julio de ese año, fue perentorio: “Argentina, levántate y anda”, exclamó como un deseo consumado y en líneas escritas, o sugeridas, por la pluma de Gustavo Beliz. 

También proclamó que la corrupción sería un delito de lesa patria. Beliz se fue del gobierno pocos meses después de asumir como ministro del Interior con una frase lapidaria: “Estoy rodeado de corruptos”. La década menemista fue pródiga en corrupción, varios de sus funcionarios fueron a juicio. El propio Menem sufrió varios procesos penales ya como ex presidente: en los más graves, terminó absuelto.

La ilusión de la estabilidad económica nació luego del tormentoso inicio de su gobierno, después de entregar el manejo de la economía a representantes del grupo Bunge y Born, y después de que Erman González, que salió al toro como ministro, confiscara los depósitos en dólares a plazo fijo y los cambiara por bonos externos en dólares en aquel duro verano de 1990.

Menem ató el destino del país al Consenso de Washington, la receta que los gobiernos republicanos de Estados Unidos fijaron como salvación para los países emergentes: achicamiento del Estado, privatización de las empresas públicas, desregulación de la economía.

La convertibilidad instaurada por Domingo Cavallo, un dólar igual a diez mil australes (¿Quién recuerda cuánto valía eso?), creó una nueva moneda, el peso convertible: un peso, un dólar. Se frenó así la emisión de moneda para financiar al Estado, se aplacó la indomable inflación sin detenerla del todo, floreció el clima para las inversiones extranjeras, el ingreso de capitales y el crecimiento del PBI.

Era un espejismo. La reducción de aranceles y la importación de bienes de consumo destruyeron buena parte de la industria argentina; las privatizaciones de las empresas públicas fueron el centro del programa del menemismo. 

Después de una breve recuperación del empleo y del subempleo, las cifras treparon al 18,4 % y al 11,3 % por ciento tras el efecto Tequila de 1995 y se fijaran en 12,4 % y 13,6 % en 1998. La brecha entre pobreza y riqueza se hizo más ancha. La deuda externa de 45 mil millones de dólares que Menem recibió de Alfonsín, había trepado a 145 mil millones de dólares al dejar su mandato.

La terrible crisis de diciembre de 2001, cuando el país tuvo que salir de la convertibilidad la sufrió De la Rúa. Esa sí fue una cirugía sin anestesia, como la que Menem prometía para llevar adelante su plan de gobierno.

Si Alfonsín representó la rigidez de las formas, Menem las disolvió desde antes de ser presidente y, mucho más, en el momento que juró como tal. Sentó a vedettes en su regazo, manejó una Ferrari endiablada en la ruta a Pinamar, jugó al fútbol, al básquet, al golf; recibió a Lady Di, estrechó las manos de los Rolling Stones, hizo sentar en su sillón presidencial a Nelson Mandela, prestó la Casa de Gobierno para que Alan Parker filmara la Evita que soñaron Andrew Lloyd Weber y Tim Rice; sorteó un divorcio tumultuoso primero con paciencia árabe y, luego, con el uso de la fuerza militar para desalojar a su ex esposa de la Quinta de Olivos, convirtió la residencia presidencial en un centro deportivo y la abrió al público la noche de la trágica muerte de su hijo Carlos Jr, de 26 años.

Tal vez convencido por su propia habilidad para crear ilusiones, Menem gozó del poder. Menem logró, con éxito y sin pagar un alto costo, arriar las banderas y torres más altas del peronismo. Lo hizo, Menem lo hizo, cuando ya era un candidato lanzado a la conquista de la presidencia y mostró apenas su inclinación a las políticas neoliberales en boga en el continente. 

Menem convirtió en su ladero al ingeniero Alvaro Alsogaray y ex ministro de Economía, un hombre que no gozaba de la simpatía popular, por decirlo de alguna manera, y menos de la de los peronistas. Su hija, María Julia, sería una de las figuras más simbólicas de esa alianza.

Entre las empresas privatizadas por Menem estaban los ferrocarriles, que Juan Perón había comprado a los ingleses en 1946, a un precio exorbitante es verdad, enarbolando la bandera de la independencia económica. 

La privatización de YPF, generadora de riqueza en años anteriores, desató resistencias en las ciudades petroleras de Plaza Huincul y Cutral-Co que parieron a los piquetes como una nueva forma de protesta social; la moda se trasladó a Jujuy, cuando la privatización de los Altos Hornos Zapla y terminó por desembocar en Buenos Aires como un inédito fenómeno social que otros gobiernos intentaron cobijar bajo sus alas, con resultado diverso.

Entre las demás empresas privatizadas figuraban también Gas del Estado, Aerolíneas Argentinas, los canales de televisión excepto ATC (hoy Canal 7), ELMA, el Banco Hipotecario y la Caja Nacional de Ahorro y Seguro.

La otra ilusión que Menem forjó, y la sociedad compró de buen grado, fue la de la reinserción de Argentina en el primer mundo. Menem abandonó el Movimiento de Países No Alineados, que Perón ensalzaba, y se alió a Estados Unidos. 

Su canciller, Guido Di Tella, estableció lo que dio en llamar a modo de humorada relaciones carnales con el país que gobernaba entonces George Bush, que visitó el país en 1990, como luego lo hiciera su sucesor, Bill Clinton.

El gobierno de Menem decidió también enviar tropas a la Primera Guerra del Golfo en 1991 y reanudó relaciones con Gran Bretaña, interrumpidas por la Guerra de Malvinas de 1982. El espejismo sugería que Argentina había dejado de lado su aislacionismo y que buscaba, y obtendría, un espacio en el nuevo orden internacional que dictaban la globalización y la post Guerra Fría. 

Ese alineamiento, las buenas relaciones con el poder financiero internacional, el FMI, el Banco Mundial y la banca privada extranjera, junto a la política económica implementada en el país, favorecerían el crecimiento económico, las inversiones y la tan ansiada salida del subdesarrollo.

Ni el trato preferencial de los estadistas del primer mundo, ni el tu a tu en los foros económicos mundiales, ni el desfile victorioso de las tropas argentinas por la Quinta Avenida de Nueva York, bajo una lluvia de confetti, amagaron siquiera sacar al país de su crisis de fondo.

Menem no pudo evitar la tentación peronista de cargar contra la Corte Suprema de Justicia. Lo hizo Perón en 1949, Néstor Kirchner en 2004 y hoy lo impulsa el presidente Alberto Fernández y la vicepresidente Cristina Fernández. Con la aprobación del Congreso, la Corte sufrió un aumento en el número de sus jueces, de cinco a nueve, lo que dio origen a la “mayoría automática”, que seguía los dictados del Gobierno. 

El Gobierno tuvo éxito relativo en su intención de copar y dominar al Poder Judicial: tuvo como aliados a un grupo de jueces, los llamados “jueces de la servilleta”, porque Cavallo confesó haber visto anotados en ese papel descartable los magistrados que actuaban según las órdenes y necesidades del Presidente.

El Pacto de Olivos impulsado por Menem tuvo un solo objetivo: su reelección. Contó con el apoyo del ex presidente Raúl Alfonsín, quien inspiró la figura del Jefe de Gabinete como una forma de atenuar el tradicional poder presidencialista y también promovió la creación del Consejo de la Magistratura para designar de modo más transparente a los jueces. 

Nada de eso sucedió tampoco. Menem se hizo con la reforma, que incluyó al decisivo tercer senador por la minoría, y fue reelecto en 1995 y prosiguió con su plan de reformas estructurales que, pese a los índices altos de desempleo, no encontró mayores resistencias en el sindicalismo.

Los años de la década menemista fueron también años de violencia. La experta pátina piadosa que el peronismo suele tender sobre su propia historia, ya casi no registra muchos de aquellos episodios, aunque sí los más emblemáticos. 

Menem también tuvo la habilidad de tornar en su favor aquellas grandes tragedias. El violento alzamiento carapintada de diciembre de 1990, sofocado a sangre y fuego por el Ejército leal, fue el último de la larga y sangrienta cadena de rebeliones internas en la fuerza, lideradas por el entonces coronel Mohamed Alí Seineldín.

El atentado contra la Embajada de Israel de marzo de 1992 mató a 22 personas e hirió a 242; fue investigado por la Corte nunca llegó a juicio y tiene pendientes pedidos internacionales de captura. El atentado contra la AMIA de julio de 1984 mató a 86 personas y dejó más de 300 heridos. 

Años de investigación dejaron al descubierto una gran red de encubrimiento del atentado que determinó la destitución del juez y de dos fiscales (el tercero, Alberto Nisman, murió de un balazo en la cabeza en circunstancias todavía no aclaradas en enero de 2015), y tiñó de sospechas a los servicios de inteligencia que llegaban de manera directa a Menem, absuelto en los dos juicios AMIA.

El asesinato en Catamarca de la adolescente María Soledad Morales, determinó que Menem interviniera la provincia, lo que puso fin al gobierno de la familia Saadi. 

En 1994, el asesinato en Zapala del soldado Omar Carrasco, hizo que Menem anulara el servicio militar obligatorio.

En noviembre de 1995 voló la Fábrica Militar de Río III (murieron siete personas), ligada al tráfico ilegal de armas a Ecuador y a Croacia, por la que Menem fue a juicio y también resultó absuelto. 

El asesinato del reportero gráfico José Luis Cabezas en enero de 1997 hizo decir a Menem ante los compañeros del fotógrafo: “Se van a olvidar de él ustedes antes que yo”. Un año y tres meses después, se suicidó el empresario postal Alfredo Yabrán, titular de OCA y ligado a funcionarios del menemismo, cuando era investigado por ese asesinato.

El 15 de marzo de 1995 el helicóptero que piloteaba el hijo de Menem, Carlos, de 26 años, se estrelló en Ramallo, el joven murió junto al piloto de automovilismo Silvio Oltra. La ex mujer de Menem, Zulema Yoma, aseguró siempre que su hijo había sido asesinado. Menem lo negó hasta que en 2016 dijo saber quién y por qué había asesinado a su hijo.

El menemismo terminó con Menem. Para entonces había dejado ya su marca imborrable en la sociedad. En 2003 volvió a ser electo en primer término en las presidenciales de ese año, con el 24,5% de los votos. Declinó jugar la segunda vuelta porque sabía que ese porcentaje era irreversible. Así llegó a la presidencia Néstor Kirchner.

La sociedad menemista también llegó a su fin con el adiós de Menem y con el doloroso despertar de sus ilusiones de época. Surgieron entonces las primeras grandes críticas hacia aquella década y hacia su responsable, una especie de catarsis de la inocencia que ni siquiera le dejó al ex presidente el amparo siempre esquivo del apego o la empatía.

Fue senador nacional. Y estableció un sistema de alianzas inestable con el gobierno de Cristina Kirchner. Ese escudo lo protegió hasta su último aliento.-

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